No sabe la fecha, pero afirma que en noviembre tendrá el ansiado encuentro con autoridades migratorias de los Estados Unidos que definirá su futuro inmediato y el de su familia. Simón (nombre protegido), un haitiano de 35 años que llegó a Tijuana a inicios de octubre, lo cuenta relajado la tarde de un sábado, en medio del bullicio provocado por la aglomeración de caribeños y africanos alojados en el Desayunador Padre Chava. Quizá es porque está de visita, pues son su esposa y sus dos niñas, de 3 y 4 años, quienes pernoctan en este centro de apoyo que ha sobrepasado su capacidad, hasta el punto que muchos acampan en el patio y se acomodan como pueden.

 

Simón, quien tiene albergue en la casa de un pastor, acude al Desayunador para ver a sus niñas y llevar víveres, porque “aquí dan comida, pero traigo, porque mi esposa hay cosas que no puede comer”, comenta. En este sitio, acepta contar su historia para el Archivo Oral de El Colegio de la Frontera Norte, un proyecto que recoge testimonios de migrantes, representantes de instituciones y voluntarios involucrados en esta problemática que tiene como protagonistas a poblaciones en tránsito originarias de Haití y de África, cuya presencia en la ciudad va en aumento.

 

Este haitiano que inició su travesía en junio pasado, afirma no tener papeles que certifiquen su nacionalidad. Sus documentos y los de su familia se perdieron “en el agua”, en su cruce de Costa Rica a Nicaragua, frontera que tuvo que pasar de forma irregular, pagando “muito dinero” (sic) y sorteando peligros, ante la disposición del gobierno nicaragüense de negar la entrada a cientos de viajeros en la misma situación.

 

Pero su ruta inició más abajo, en Brasil, país al que emigró tras notar que su sueldo de profesor de Educación Básica y la situación de Haití, no le daban para “vivir bien”, y porque allí “estaban precisando gente, para la Copa do Mundo” (sic). En Curitiba encontró trabajo en “una empresa que hacía amendoins (cacahuates)”, primero como auxiliar de producto y luego, como operador de maquila, y una vez ubicado, mandó a ver a su esposa y a sus niñas que se habían quedado en Haití. Hasta ahí todo iba bien, pero empezó una crisis económica y política, perdió su empleo, estuvo cuatro meses sin trabajo, y sus planes cambiaron.

 

Se informó con otras personas de la posibilidad de ir a Estados Unidos, donde tiene amistades, y empezó su viaje con los suyos, dejando atrás dos años y tres meses de una residencia ideal en el gigante sudamericano. De Curitiba fue a Brasilia, y de ahí a Rio Branco, en la Amazonía, cerca de la frontera con Perú, donde el paso hacia el primer país hispanohablante de su trayecto fue fácil, aunque “la gente da un dinerito… ¿sabe?”, dice en tono resignado.

 

Allí tomaron un bus que cinco días después los acercó a Ecuador, donde pagaron mil dólares para seguir hasta la frontera con Colombia. Una vez ahí, otra persona les cobró 40 dólares para cruzar por una vía distinta, y ya en Colombia, otro sujeto les pidió 500 dólares “por cabeza” (por persona) para llevarlos rumbo a Panamá, pero Simón negoció la tarifa y se la redujeron a 400 (dólares).

 

“¿Y cargabas todo ese dinero contigo?” –le pregunto–. “Sí, yo tenía. Como yo en Brasil sabía que iba a salir, mucha gente ayuda, hay gente que da de la iglesia y la gente de afuera me ayudaron también (a reunir recursos)”, responde. ¿Y cómo ubicabas a los guías? –le insisto–. “Te están esperando. Como ellos saben por dónde pasa la gente y que hay que pagar dinero, entonces la gente espera. Y usted tiene que pagar a esa persona porque usted no sabe la ruta”, contesta.

 

Cruzar a Panamá en un carro particular implicó el pago de otros 50 o 60 dólares por persona. Luego rentaron un bote, y ya en ese país, esperaron 18 días hasta que la autoridad migratoria les entregó un documento para continuar, por lo que este tiempo durmieron en una carpa. Entrar a Costa Rica no fue complicado, pero la estancia allí se prolongó más de 15 días por la restricción de Nicaragua. “Isssh. No tengo palabras. Ahí la gente que no tiene dinero no pasa (…) Yo sólo pagué 1, 300 dólares, mi esposa también, y las niñas 200 dólares cada una (…) Tuve que pedir (que me envíen dinero)”, cuenta, y así fue como Simón llegó a Honduras.

 

Allí estuvo 10 días, y luego pasó a Guatemala, donde “la gente misma, la policía, pidió a veces 20 dólares, 50, pero cada lado, salir de ahí hay un grupo que pide (dinero), si no, no pasa” (sic). Ya en Tapachula, Chiapas, pagaron el hotel, comida y transporte, y les informaron de dos opciones: ¿Mexicali o Tijuana?. Cuatro días después estaban en esta frontera y desde entonces aguardan su prometido turno de noviembre para exponer su caso en el paso hacia California.

 

“Yo no puedo hablar mentiras. Como yo no he sido amenazado, ni nada, entonces yo no puedo decir eso”, indica, cuando le consulto si pedirá asilo. ¿Y qué harás si Estados Unidos no los deja pasar?, -le pregunto-. Simón menea su cabeza, observa el albergue, a sus niñas jugando y a su esposa, que parece regañarlo por dar información, y sólo atina a responder: “Cuando llegue, veré qué va a suceder. Pero nosotros tener día para salir de aquí”.

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