Por Aquiles Córdova Morán
PUEBLA PUE.-Según mediciones internacionales que en los últimos años se han aplicado de forma periódica y más o menos sistemática a la educación básica y media superior que se imparte en nuestro país, ésta ha sido calificada reiteradamente como claramente deficiente y sus resultados como totalmente insatisfactorios de acuerdo con la calificación a que nos hemos hecho acreedores, una y otra vez, en cada una de las mediciones a que me refiero, si bien se registra una cierta mejoría en algunos de los rubros evaluados comparados con la calificación que tradicionalmente obtenían en las primeras mediciones, sin que esto quiera decir que han alcanzado ya el nivel óptimo que deberían tener.
Estoy de acuerdo con quienes afirman que los mexicanos no tenemos por qué tomar las mediciones internacionales, junto con los métodos que aplican para llevarlas a cabo y los parámetros o patrones contra los cuales nos comparan y califican, como absolutamente confiables, libres de cualquier error y de toda sospecha respecto a las intenciones que subyacen a esa repentina preocupación, aparentemente desinteresada y solidaria, por la calidad educativa con que estamos formando a nuestros niños y jóvenes en edad escolar, y hacer de sus conclusiones y recomendaciones, en consecuencia, una obligación ineludible e indiscutible hacia la cual deben tender todos los esfuerzos educativos de la nación entera. No podemos ni debemos dar por sentada nuestra total coincidencia con sus opiniones y puntos de vista, ni tampoco, en consecuencia, someternos a ellos de manera acrítica y sumisa, simple y sencillamente porque tampoco podemos dar por hecho que nuestros intereses como país y como sociedad son idénticos a los de ellos. Eso puede ser; pero es algo que necesita ser rigurosamente demostrado y no algo que podamos aceptar sin más, de una manera acrítica y sumisa como quien obedece a la voz de Dios… o del amo.
Pero si, más allá de cualquier duda racional, de un recto espíritu crítico y una sana desconfianza hacia toda esa maquinaria que nos aplica su propio patrón de medida para evaluarnos y conocernos, descendemos a algunos de los detalles concretos de sus resultados; por ejemplo, si no cerramos los ojos ante la importancia capital de las materias en que somos evaluados y en las cuales salimos peor librados como las matemáticas, la capacidad de los educandos para plantear y resolver problemas de variada índole, el dominio de la lengua nacional y la capacidad para poner por escrito el propio pensamiento de manera lógica, coherente y entendible, o, finalmente (y vaya todo esto a título de ejemplo), el conocimiento suficiente de las ciencias de la naturaleza en general; y si reconocemos con honradez y verdadero espíritu crítico que los malos resultados en estos terrenos difícilmente serían mejores aunque cambiemos el procedimiento para medirlos, tenemos que concluir forzosamente (y aceptar de manera igualmente forzosa) que el sistema educativo nacional tal como está, tal como funciona en la actualidad, no es útil ni aprovechable por nadie: ni para los intereses del neoliberalismo internacional ni para los de un país pobre y rezagado como el nuestro. De ahí mi aseveración tajante con que encabezo este artículo: México necesita urgentemente una reforma educativa y eso, a mi entender, está fuera de toda discusión.
Pero, evidentemente, no ocurre lo mismo con la pregunta, muy ligada a la conclusión anterior, que puede formularse del modo siguiente: Y ¿qué tipo de reforma es la que necesita México? ¿En qué debe consistir; cuáles serían sus contenidos, sus métodos de enseñanza y los resultados que debería alcanzar con la aplicación de tales contenidos? Es este un problema crucial sin cuya solución no es posible generar “la” reforma educativa que demanda México; sin cuya respuesta clara y precisa nadie puede generar esa reforma educativa y no cualquiera otra que se nos ocurra. ¡Nadie! Ni el Gobierno de la República; ni los maestros en activo, sea cual sea su filiación político-sindical; ni la SEP; solo por citar algunos nombres. Y menos puede nacer la reforma necesaria y correcta utilizando procedimientos autoritarios, absurdamente centralistas y “secretos”, es decir, que operen lejos de la vista y los oídos de los “profanos”, de los “no iniciados” en los secretos de la alta política nacional. Se trata, repito, de un problema difícil pero ineludible; y todo aquel (individuo o colectivo) que se meta a opinar sobre reforma educativa, deberá hacer un esfuerza sincero por poner sobre el tapete de la discusión sus puntos de vista al respecto, cualquiera que sea el grado de maduración y desarrollo a que haya logrado llevarlos. Los antorchistas sabemos esto y hemos elaborado, lo mejor que podemos, en consecuencia, ideas básicas al respecto que hemos venido dando a conocer en distintas ocasiones y foros. Lo volveremos a hacer en estas páginas, aunque no en esta ocasión por razones de espacio y de claridad en la exposición.
Retomando el hilo del asunto, decimos ahora que, si estamos en lo cierto al considerar como indispensable y urgente una reforma educativa para el país, de ello se deduce, sin violentar la lógica ni la sinceridad a que estamos obligados, que nadie puede darse por satisfecho con simplemente exigir la derogación de la reforma creada y puesta en ejecución por el Gobierno de la República. Contentarse con eso, limitarse a eso, implica necesariamente, se quiera o no, se entienda o no, limitarse a exigir que las cosas queden como estaban antes de que metiera ruido la reforma oficial. Y si es así, como lo es, los mexicanos conscientes tenemos todo el derecho y el deber de preguntarnos: ¿y cómo estaba la educación antes de la reforma del Gobierno? ¿A qué paraíso educativo nos quieren regresar (u obligarnos a permanecer en él) quienes reducen su lucha y su demanda a la derogación de la multicitada reforma oficial?
El estado lamentable en que se halla el sistema educativo nacional, medido y calificado no por nadie en particular, sino por los resultados que ha arrojado persistentemente a lo largo de las evaluaciones internacionales a que me vengo refiriendo y que, además, no podrán ser distintos aunque se cambie el modo de efectuar tales mediciones, como ya queda dicho; este estado lamentable y altamente nocivo para el país, repito, es el propósito retrógrado (e inaceptable por tanto) de quien quiera que pretenda, expresa o tácitamente, dejar las cosas como estaban (u obligarnos a regresar a ellas) por el simple expediente de exigir la derogación de la reforma educativa impuesta por el poder público, sin proponer nada a cambio. Y peor aún resultan las cosas cuando se pretende, además, uncir al país entero, de grado o por fuerza, a esa lucha progresista de quienes se han echado a cuestas tan poco meditada tarea.
Estoy seguro de que no hay ninguna mente sensata y bien informada (que razone, además, no solo en función de sus intereses personales, gremiales o de conveniencia político-partidaria, sino en función de los auténticos intereses de las grandes mayorías empobrecidas y marginadas del país), que tenga dificultad para aceptar que la reforma del Gobierno no es la que México necesita; y que el proceso de su elaboración tampoco es el que las duras circunstancias del país exigen y aconsejan. Pero inmediatamente añadirá, como lo hacemos nosotros ahora, que la solución al grave rezago educativo nacional está delante y no detrás de nosotros; que la hallaremos mirando y caminando hacia el futuro y no hacia atrás, como los cangrejos; que lo que la crisis actual aconseja es que pongamos manos a la tarea de elaborar una reforma educativa profunda, integral, radical y que ponga el acento, sobre todo, en generar suficiente riqueza para todos y en su distribución justa y equitativa entre todos los que la produzcamos; en lograr justicia social y justicia a secas para la inmensa mayoría marginada, empobrecida y menospreciada de nuestro país. El Movimiento Antorchista Nacional, por mi conducto, hace un respetuoso llamado al país entero, y en particular a toda la juventud estudiosa de México sin excepciones, a que nos unamos en un solo haz de voluntades para cumplir esa ambiciosa pero indispensable tarea, único camino correcto y seguro para salir del lodazal en que nos debatimos hoy y para mejorar en serio todos los aspectos fundamentales de nuestra deteriorada vida nacional. Solo por una causa así vale arriesgarlo todo, la vida incluida, que es lo más valioso que posee cualquier ser humano.