Por  Aquiles Córdova Morán

AQUILES CORDOVAPUEBLA PUE .-El ya bien conocido y reconocido portal de noticias RT, publicó, el 8 de junio de los corrientes, una nota cuyo encabezado, todo en negritas, dice así: “Chile y México lideran la lista de los diez países desarrollados más desiguales en el mundo, reza un reciente informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) que advierte que su disparidad de rentas frena el crecimiento económico y daña el tejido social”. Ya en el texto, la nota afirma: “La brecha entre ricos y pobres sigue aumentando, según un informe de la OCDE. El crecimiento económico ha beneficiado de manera desproporcionada a los grupos con los ingresos más elevados, mientras que los hogares con menores ingresos cada vez presentan una situación más desfavorable. Chile, México, Turquía, EE.UU. e Israel lideran esta estadística poco alentadora”. (Las cursivas son de ACM). De lo dicho se ven dos cosas: 1) que la desigualdad descrita no se atribuye a la falta de crecimiento económico, sino a que éste ha favorecido, de manera desproporcionada, a los grupos más ricos; 2) que el efecto de eso no se reduce a incrementar la desigualdad y la pobreza de la mayoría, sino que, además, “frena el crecimiento económico y daña el tejido social”.

Sigue una gráfica de barras que miden el conocido indicador estándar de la desigualdad, el llamado coeficiente de Gini (la nota no lo precisa), y en ella se leen los siguientes valores: Para Chile, el coeficiente es 0.50, para México, 0.48, Turquía, 0.41, EE.UU., 0.40, Israel, 0.38, Reino Unido, 0.35, Grecia, 0.34, Estonia, 0.34, Portugal, 0.34 y Japón 0.34. Diez países en total. No hay que olvidar que los datos no son de RT, sino de la OCDE, prestigiosa institución mundial hoy encabezada por el mexicano José Ángel Gurría, lo que los hace absolutamente confiables. La misma OCDE afirma: “En las últimas décadas el 40% de la población, principalmente la que tiene ingresos bajos y medianos, se ha beneficiado muy poco del crecimiento económico en muchos países. En términos reales, los ingresos de los trabajadores con bajos salarios han caído aún más. Cuando una parte tan grande de la población no se beneficia del crecimiento económico, se altera el tejido social de la sociedad (sic) y se debilita la confianza en las instituciones”. ¿Esto no le recuerda, amigo lector, la realidad de nuestro país?                                                        

Para calibrar las cifras de la OCDE, recordemos que los valores de este indicador oscilan siempre en un rango que va del 0 al 1; el cero indica una igualdad absoluta, y el uno, a su vez, una desigualdad también absoluta. Como es fácil comprender, ninguno de estos dos valores extremos ocurre en la realidad. Por eso el reconocido economista Joseph E. Stiglitz, en su libro “El precio de la desigualdad” ya citado por mí en mi artículo anterior, nos da una clave para valorar los datos de la OCDE: “En la realidad –dice Stigliz–, las sociedades menos desiguales tienen unos coeficientes de Gini de 0.30 o menos, como en los casos de Suecia, Noruega y Alemania; en cambio, la sociedades más desiguales tienen unos coeficientes de Gini de 0.40 o más. Tal es el caso de algunos países de África (…) y de Latinoamérica…”; y añade que EE.UU. camina de prisa hacia el “selecto” grupo de los países más desiguales, ya que en 1980 su coeficiente Gini rozaba el 0.40, y hoy en día (2012) es de 0.47, lo que confirma la información de la OCDE. México es, pues, sin ninguna duda, el segundo país más desigual del mundo; y aunque pobreza y desigualdad no son lo mismo, lo cierto es que esta última, sobre todo allí donde es muy aguda y tiende a crecer aceleradamente, como en México, es factor decisivo para incrementar la pobreza, para deteriorar más los niveles de bienestar de las mayorías, justamente porque frena el crecimiento al mismo tiempo que apoya la acumulación de la riqueza en los estratos superiores.

Se deduce, entonces, que el remedio a la desigualdad y a la pobreza no radica en el simple crecimiento de la economía (no en forma automática al menos), pues, según el estudio de la OCDE, son perfectamente compatibles un crecimiento económico apreciable y un empobrecimiento paralelo de las mayorías. Pero la OCDE no esta sola; Stiglitz, en su citada obra, asegura lo mismo y, para respaldarlo, señala que “aunque el PIB per cápita de EE.UU. creció en un 75% entre 1980 y 2010, los ingresos de los trabajadores a tiempo completo han disminuido”. Así pues, según esto, la desigualdad (y la pobreza) no es siempre y únicamente consecuencia de la falta de crecimiento económico y, por eso, no es ese el remedio infalible. Y, según Stiglitz, tampoco es culpa del mercado librado a sus propias leyes, pues la tesis central de su obra, según dice él mismo, es que: “aunque no se descarta la acción de fuerzas económicas subyacentes, es claro que la política ha condicionado el mercado, y lo ha hecho de forma tal que favorezca a los de arriba a expensas de los demás”. Luego señala: “La élite económica ha presionado para lograr un marco que le beneficia a expensas de los demás (…)”; y más abajo: “En un sistema político tan sensible a los intereses económicos, la desigualdad creciente da lugar a un creciente desequilibrio en el poder político, a una relación viciada entre política y economía. Y las dos juntas conforman, y son conformadas por, unas fuerzas sociales (…) que contribuyen a potenciar esa creciente desigualdad económica”. (Todas las cursivas son de ACM). No es sólo el mercado, sino también la política.

Es fácil deducir de aquí que los esfuerzos del país por lograr una mayor inversión económica, nacional y extranjera, para empujar el crecimiento económico el cual, ayudado por una política fiscal que “castigue” poco o nada a las grandes inversiones, y por una reforma laboral que permita a los empresarios un manejo más fluido y barato de sus trabajadores, acarreará infaliblemente la creación de empleos, la elevación de los salarios y la mejoría de los niveles de vida de los mexicanos, es un punto de vista ilusorio, si no es que intencionalmente equivocado. Según la OCDE y Stiglitz, el crecimiento económico sin políticas públicas que reduzcan los niveles de desigualdad, es punto menos que imposible (o al menos sumamente lento), y, en caso de lograrse, sólo provocará más desigualdad y mayor empobrecimiento de las mayorías. Y esto es así porque, aunque el mercado y sus leyes sí influyen apreciablemente en los niveles de desigualdad, éstos dependen en una medida mayor de la forma en que el Estado maneja los mercados a favor de las élites del dinero, política inequitativa que nace y se sostiene, contra todo y contra todos, gracias a que el acaparamiento de la riqueza acarrea fatalmente el monopolio del poder político.

Aunque ni la OCDE ni Stiglitz lo dicen expresamente, parece que su discurso de advertencia va dirigido a las elites del dinero y de la política, pensando tal vez que, al penetrar a fondo en sus razonamientos, los harán suyos y tomaran las medidas necesarias. A los antorchistas también nos gustaría un milagro de esos; pero no sería la primera vez que un intento así tuviera un resultado similar al de un nuevo Francisco de Asis que se fuera al África a predicar a los leones que renuncien a comer carne y se conformen con frutos y raíces. Por eso nos vemos obligados a sacar conclusiones más realistas y a decir que en los planteamientos mencionados se ve claramente que, para encarar y resolver la desigualdad y la pobreza del país, es indispensable dar una doble y simultánea lucha, primero, para crear una fuerza política que haga contrapeso al poder de las élites y a su excesiva influencia sobre las decisiones del Estado; segundo, para reorientar hoy mismo el gasto social del gobierno en favor de los pobres a fin de paliar la desigualdad que está frenando nuestro crecimiento y desestabilizando al país. La fuerza política, creada por la lucha y para la lucha, empezaría por ofrecer su apoyo al Estado para cambiar el modelo económico, “ineficiente e injusto”, por otro eficiente y equitativo. Tal alianza es factible porque se trata de curar al sistema de sus peores vicios y no de destruirlo. Pero la fuerza organizada del pueblo debe ser tal que, en caso de que ambas vías se cierren por la ceguera suicida de los “poderes fácticos” (esos que hoy, con toda seguridad, presionan al gobierno para que niegue aún nuestras demandas más elementales), tenga la suficiente capacitación política y libertad de acción para seguir un camino propio, seguro y pacífico, hacia la liberación del pueblo mexicano. Esto se deduce de la información mencionada y esto es lo que hemos hecho siempre, y hacemos hoy, los antorchistas. Así, y sólo así, puede y debe entenderse nuestra lucha.

 

 

 

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